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Una crónica desde dentro

Crónica del Descendimiento del Calvario 2025

Redacción: José Miguel Galán Sánchez-Cortés

Fotografías y Vídeos: Manuel Molina Bolaños y Ángel Espinosa Cuéllar.

Los hermanos cofrades nos vamos arremolinando en torno a la puerta sin silencio aun, pero sin apenas una voz que sobresalga entre murmullos.

Con permiso del lector, este humilde cronista va a contar lo que vio y sintió sin lirismo, sin prosa poética ni adornos. Sin más interés que trasladar al que lea estas líneas lo que se vive desde dentro de una estación de penitencia única en nuestra ciudad.

Madrugada del 18 de abril de 2025 y yo estuve dentro de esta estación de penitencia que cada año huye del jaleo, del adorno y la masa y así lo voy a contar.

Son las doce y media de la madrugada y la Ermita del Calvario comienza a recibir a hermanos cofrades que, a horas intempestivas, salen de sus casas para acompañar la imagen del más antiguo titular de su Hermandad.

Es difícil explicar el por qué un Jueves Santo, después de, seguramente, haber estado desde primera hora de la tarde recorriendo las calles de la ciudad contemplando el discurrir de una procesión tras otra, con los pies cansados y ganas ya de ir a dormir, algo en el interior nos lleva a acudir cada Jueves Santo a nuestra cita y, cada año, pedir al Cristo del Calvario que nos conceda un año más de vida y salud para poder volver el año siguiente a acompañarle.

Los hermanos cofrades nos vamos arremolinando en torno a la puerta sin silencio aun, pero sin apenas una voz que sobresalga entre murmullos. Cada cual ocupa su lugar, no somos muchos, somos los suficientes y todos sabemos donde y cómo acompañar el cortejo.

A la una de la madrugada, puntual siempre que el tiempo lo permite, suena la campana de la Ermita, se abre la gran puerta y el sacerdote comienza la oración que culmina con el Voto de Silencio, a partir de aquí, el paso se levanta abandona el interior de la Ermita y comienza su discurrir por las calles de “El Barrio” camino a su Parroquia, con el acompañamiento del sonido de la campana que marca a todos el ritmo de la procesión, desde la Cruz de guía hasta las decenas de personas que tras el paso del Cristo, realizan el recorrido junto a Él.

Una vez llega el Stmo. Cristo del Calvario a su Parroquia, una representación de la Junta de Gobierno de la Hermandad, junto con el sacerdote y la Capilla Gregoriana, entran a orar ante el Santísimo Sacramento y todos aquéllos que lo desean, entran también en el templo para unirse y vivir unos instantes de canto, rezo y meditación.

Ahora toca el turno de tomar dirección a la Santa Iglesia Concatedral, y entre el bullicio de los bares, transita serena y en silencio una procesión humilde en todos los aspectos, menos en el espiritual, lejos quizás por algunos motivos del interés turístico, pero con un inmenso interés religioso.

Muchos de los que vamos debajo de una túnica, debajo del paso, o quizá todos, reconocemos el ambiente festivo que se respira en las calles del centro y que henos vivido y disfrutado en primera persona, pero hoy no hemos elegido ese ambiente, hoy hemos elegido mantenernos en silencio en medio del ruido, intentar mantenernos en la presencia del Señor durante apenas un par de horas con nuestros problemas y nuestras penas, nuestras debilidades y miserias, también con nuestros proyectos, nuestras ilusiones y esperanzas. En nuestras mente aquéllos que se fueron, pero también aquéllos que siguen a nuestro lado y a los que queremos.

Una vez llegamos de vuelta a la Ermita, sabemos que llega el momento en el que la emoción aviva al alma y, entre la oración y el canto, se realiza el descendimiento del cuerpo inerte del Cristo del Calvario. No es espectacular, no es algo que inunde los sentidos, tal y como estamos acostumbrados a día de hoy. Al contrario, es un acto sobrio, sereno, profundo, plásticamente bello y sobrecogedor para aquéllos que hemos tenido la suerte de poder realizarlo y haber tenido en nuestras manos el peso del Señor. Los recuerdos brotan.

El acto concluye, el sacerdote bendice y despide. El silencio se rompe, pero no mucho. Cada cosa a su sitio, al fin y al cabo todos sabemos lo que hay que hacer, lo que cada uno tenemos que hacer.

Antes de marcharnos cada uno a nuestra casa, todos buscamos un instante para contemplar muy de cerca el rostro del Cristo en la urna de plata en la que mañana recorrerá de nuevo las calles en lo alto de unas preciosas andas de madera que ahora no impiden estar cara a cara con Él.

Y se acaba, otro año más por unos momentos te sientes parte de una gran familia que siente como tú, que vive la fe como tú, que reza como tú y que sabe que, de nuevo, formas con ellos parte de “Los Moraos”.