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Acuarela

Crónica del Jueves Santo 2021

Redacción: Mario Hernández Maquirriaín

Fotografía: Manuel Molina Bolaños, Marco A. Sánchez Nova, Raúl Flores Hernández y Francisco Rosco Rosco

Ciñendo la cintura de María Santísima de Nazaret, encontré una inmensa paleta de colores en su cíngulo hebraico

Amanecía un nuevo Jueves Santo y me dispuse a pintar mi acuarela sobre el lienzo que me ofrecía el cielo emeritense. Un lienzo en tonos grises y azules me hacía presagiar que para cambiar este cuadro, necesitaba una paleta de colores que sólo tenían las hermandades emeritenses. 

Así que me eché a la calle, pincel en mano, buscando los colores de la esencia de la ciudad. Caminaba acelerado, intentando encontrar la gama cromática que le diera luz al Jueves Santo. Buscando en los tonos blancos y grises, me encontré con el color de un barrio, ese barrio en el que todos los pisos son iguales y cuyas ventanas, sus tendederos, se convirtieron en esa paleta de colores que, en este Jueves Santo, iban a formar mi cuadro.

El rojo intenso del ladrillo de la parroquia del Perpetuo Socorro, me hizo pasar al negro esmaltado de las túnicas de la Hermandad de la Vera Cruz, al verde de los ojos de María Santísima de Nazaret que, ante su hijo expirando, nos ofrecía una estampa de antaño cuando, cada Jueves Santo procesionaba de hebrea, por lo que decidí que necesitaba, varias estampas antiguas para conformar el cuadro con el que, las hermandades emeritenses, me harían pintar un nuevo Jueves Santo.

Ciñendo la cintura de María Santísima de Nazaret, encontré una inmensa paleta de colores en su cíngulo hebraico. Mirada serena, dulce rostro de una madre que sabe que, en este Jueves Santo, todo comienza a cobrar sentido. Que en este Jueves Santo no estaría sola ante la Vera Cruz como ocurriera el año pasado. 

De repente se me secó el pincel, necesitaba mojarlo para poder seguir pintando. Busqué por la parroquia y me encontré el reguero de lágrimas de dos costaleros que, ante la Señora, daban gracias porque, al menos, este Jueves Santo estaban ante Ella. 

Dejo Las Sindicales, con la mirada del Cristo reflejada en mi lienzo para viajar en el tiempo y buscar los plateados colores de la Virgen de la Paz, una amalgama de sentimientos se concentraban en mi memoria al saber que, aunque fuera en un templo distinto, me encontraría con ella para sacar la esencia plateada que necesitaba para pintar mi cuadro. 

Pero antes me quise recrear en la memoria, en las casitas encaladas, que ofrecían ese blancor al jueves santo, ahora sustituidas por el grisáceo de la mole de hormigón que nos ha robado la visión pétrea del apostolado de San Francisco de Sales.

Buscando La Paz, consigo el amarillo y blanco en la fachada de Nuestra Señora del Rosario. Pero ese blanco no me servía ya que en su interior, radiante como siempre, el blanco estaba en el manto de la Virgen, esa gitana guapa que estaba escoltada por los hermanos de su cofradía. Ahí pude robar una pincelada en rojo del fiel Tomás Muñoz quien, como cada Jueves Santo, no dudó en ponerse la túnica para acompañar a sus titulares.

La pincelada en tonos marrones me la regaló Judas antes de darle el beso de la traición la sereno y humilde Cristo del Prendimiento, al que pude robar, sin que nadie se diera cuenta, el matiz de crema que ofrecía su túnica para incorporarlo a mi cuadro. La Paz ofrece siempre los contrastes del Jueves Santo y, rápidamente mi cuadro iba tomando sentido con la sencillez y amabilidad de su gente.

Dejo la barriada de Santa Eulalia que este Jueves Santo se ha convertido, sin pretenderlo, en barrio cofrade. Busco los tonos azules, verdes y morados que se guardan tras los muros de la Basílica de Santa Eulalia.

Todas las tonalidades del morado las encuentro en el altar del Santísimo Cristo de los Remedios que me regala para este cuadro otra estampa de antaño al aparecer con su cubresudario de terciopelo de Lyon con bordados en oro. El morado del terciopelo y el de los hachones contrastan con el negro del manto de Nuestra Señora del Mayor Dolor a los pies de la cruz, con la mirada perdida ante la muerte serena de Cristo que, por excelencia, se refleja en el rostro del Santísimo Cristo de los Remedios.

Escoltado por sus fieles servidores, el Cristo de los Remedios nunca está solo. Inasequibles al desaliento, su capataz, camarista y costaleros no pierden de vista a la imagen que pasean, cada Jueves Santo, por las calles de Mérida.

Cuesta apartar la mirada del rostro del Cristo. De reojo, veo al Nazareno que, en solitario, continúa su marcha camino del Calvario por lo que me detengo nuevamente porque mirar al Nazareno… es otra historia. 

Avanzo en la búsqueda cromática entre los muros de la Basílica y me dirijo a lo que era la capilla bautismal. Allí, recupero nuevamente las tonalidades azules que me faltaban para terminar de pintar el lienzo. 

La Virgen del Amor Hermoso, esa belleza escondida que procesiona en el paso del Descendimiento, nos abre los brazos para darnos ese abrazo que, desde hace más de un año, no podemos darnos. Me regala un azul celeste que encaja a la perfección con el anaranjado manto de la magdalena, mientras me llevo una pincelada granate del mantolín de San Juan.

No revolotean por la Basílica túnicas ni capas, que me ofrezcan ese verde que busco, salvo la de San Juan, el joven ferroviario. Encuentro otro verde perfecto, como siempre, en la Esperanza porque con  el verde de los ojos de la Nazaret y el manto de la Esperanza me sobran todas las tonalidades del color más hermosos que la paleta puede regalarnos.

La Esperanza se aferra a los muros de Santa Eulalia. Ella reside allí y, humilde, sencilla, espera poder subir a su paso de palio para teñir de verde las calles de la ciudad.

Salgo de la Basílica con la sensación de que me falta algo, una tonalidad con la que cerrar el círculo de un cuadro que, ojalá, nunca tenga que volver a pintar. Lo que sí es cierto que, toda la belleza y todos los colores se encierran en la Semana Santa de Mérida.

Galería de Imágenes: Manuel Molina Bolaños, Marco A. Sánchez Nova, Raúl Flores Hernández y Francisco Rosco Rosco

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